— ¡Oiga! Caballero, ¿me podría indicar dónde está el hospital? ¿Queda lejos?
— Hola buenhombre. Pues eso depende de a qué hospital quiera ir usted: el del norte o el del sur. Están igual de lejos. Dese cuenta de que ahora mismo estamos en el centro del pueblo.
— Pues no lo sé, señor. En el que haya nacido un bebé hace dos días.
— Me temo que con esa información no podré ayudarle. Nacen niños cada día en los dos hospitales. ¿Algún dato más?
— ¡Uf! Solo uno: me han asegurado que una estrella me indicaría el lugar. La iba siguiendo todo el camino pero ya no la veo. Por eso le pregunto a usted, señor.
— ¡Vaya! ¡Otro que viene buscando al recién nacido de la estrella! Usted no busca un hospital si no un hostal. Dese la vuelta, buenhombre. A su espalda verá el Hostal la Estrella en el que encontrará al niño que busca.
El que parecía un peregrino, a juzgar por su indumentaria, se dio la vuelta y enseguida vio una casa pequeña con una estrella en su frontal y un letrero: «Hostal la Estrella». Arrugó su nariz con desconfianza y preguntó al caballero:
— ¿Seguro que ahí nacen niños? ¿Me toma el pelo?
Pero el caballero ya no estaba. Ni siquiera lo vio por las calles cercanas. Se esfumó sin más.
El peregrino dudó antes de entrar. «Total —pensó— ¿qué voy a perder? Si no es aquí, pregunto y ya me indicarán».
En la recepción no había nadie. Se quedó mirando el entorno hasta que vio un cartel con una flecha que decía: «Sala Nido» como en los hospitales. Siguió el camino indicado y llegó a una habitación con varias cunas separadas por cortinas. Le extrañó que los bebés estuvieran solos. Miró una a una todas las cunas sin saber qué buscaba. Se paró en un niño que le resultaba muy familiar. El bebé le sonreía; no como los demás que lloraron al verle o simplemente ni se inmutaron. Se acercó con cautela fijándose en el rostro menudo que le miraba sin asustarse. Y de pronto se dio cuenta: ¡era clavadito a él cuando nació! Una carcajada no prevista salió desde su pecho hasta su boca alterando a los demás bebés.
— ¿Sorprendido?— dijo una voz a su espalda.
Giró medio cuerpo buscando a la dueña de la voz que estaba tan cerca de él que casi podía tocarla.
— Me ha asustado, señora.
— ¡Jajaja! Os ocurre a la mayoría. No te preocupes. Estabas tan embelesado mirando tu propio rostro que no percibiste mi presencia. ¿Qué? ¿Sorprendido sí o no?
— Pues sí, evidentemente. Es igual que yo este bebé.
— No es igual que tú, querido. Eres tú. ¿No buscabas al bebé de la estrella? ¿Un recién nacido? Has caminado mucho tiempo siguiendo esa estrella hasta llegar a él. Y aquí está.
— Perooo, no entiendo nada. Cuando me expulsaron de mi casa y de mi pueblo me dijeron los Sabios que solo recuperaría a mi familia si encontraba a un niño. Y creía que con llevarlo al pueblo era suficiente. Con ese gesto se me perdonarían mis actos.
—Y te lo llevarás, si tu quieres. Pero dime, ¿por qué te expulsaron? ¿Qué actos cometiste?
—Bueno yooo. En fin. Robaba. Y no cumplía con mi deber. Me quedé sin trabajo tantas veces como robos cometí en cada uno de ellos. Ya nadie confiaba en mí. Ni mi esposa ni mis hijos. Sí, soy un vago. Prefiero robar que trabajar. Perder a mi familia es lo peor que me podía ocurrir y si para que vuelvan a confiar en mí he de llevar ese niño al pueblo, por supuesto que lo haré.
—A ver, querido. Antes de darte al niño he de saber algunas cosas: ¿fuiste tú el que salvó a una niña a punto de caer por el puente que cruza el río a la entrada del pueblo? Por lo que me han contado debes ser tú. La descripción concuerda.
—Sí, señora. Mire usted. Me recordó a mi hija y cuando la vi tropezar, salté hasta alcanzarla. Nunca había hecho algo así.
— ¿Y fuiste tú el que dio su bastón de peregrino y un trago de agua al anciano que se sentó al borde del camino esperando ayuda? Le faltaban las fuerzas necesarias para llegar a su casa.
—Bueno, señora, no fue para tanto. El bastón no lo necesitaba. Y el agua… pensé que llenaría mi bota al llegar a este pueblo. Él la necesitaba más que yo.
— Efectivamente, querido. Él la necesitaba más que tú. Fue un gran gesto. Pero dime. ¿no fuiste tú el que impidió que unos raterillos robaran la escasa recaudación de la florista de la plaza?
— Vaya, señora. Lo sabe usted todo. Sí, fui yo. Me reconocí en esos chicos y pensé en mi esposa al ver a la joven florista. Todo el día en la plaza para llevar apenas unas monedas a su casa. No me pareció justo.
—Querido, no me hace falta más. Tu corazón habla por ti. Puedes llevarte al niño. Tu familia se alegrará de volver a tenerte en casa.
Se giró hacia la cuna y vio con espanto que el bebé ya no estaba.
—¿Sorprendido?— escuchó de nuevo detrás de sí.
—Sí, claro. ¿Dónde está el bebé, señora?
—Piensa un poco y lo entenderás. El niño, como viste, eras tú. Esta es tu Navidad. Querías renovarte y lo has hecho con la pureza y la honradez que tiene la inocencia de un bebé. Tú mismo te has rescatado. Seguro que has celebrado la Navidad cada año sin saber qué significa, ¿me equivoco? Los bebés miran con el corazón. Haz lo mismo y comprenderás qué debes hacer cada momento, qué sientes como bien o como mal en cada uno de tus actos. Ama cada gesto, cada minuto de tu vida con la vitalidad y la curiosidad de un niño. Sigue ese camino de bondad que has iniciado al venir aquí. La Navidad nos permite volver a empezar, hacer limpieza y revisar nuestros valores. Ese es el niño al que te trajo la estrella: te buscabas a ti y a ti te has encontrado. Pero esto no acaba aquí. Sigue descubriéndote cada día y renovando cada Navidad. Mira ahora la cuna. ¿Qué ves?
El hombre volvió a sorprenderse al ver en la cuna imágenes de sí mismo orgulloso de su familia, merecedor de la confianza de los demás, con la alegría del que se siente amado y del que ama.
— Así quiero vivir, señora—dijo volviéndose hacia ella. Pero la señora había desaparecido. El hostal vacío solo estaba iluminado por la estrella que le señalaba el camino de vuelta a su hogar.
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